Hubo un estallido y luego una luz cegadora cuando la puerta se abrió de golpe. Medio segundo después, otra vez la oscuridad, cuando tres formas llenaron el marco de la puerta. Túnicas oscuras, casi hasta el suelo, bloqueaban el brillo del sol que acababa de iluminar esta habitación oscura, este acto oscuro. Por un momento me quedé aturdida, confundida... ¿quiénes eran estos hombres? Agarré mi bata, las manos temblando, luchando con ella mientras manos ásperas me agarraban de los hombros y me ponían de pie. Habíamos sido descubiertos, atrapados, en el acto mismo de adulterio. Estos eran los fariseos. Esta vez no habría forma de ocultarlo. Estábamos expuestos. Ni siquiera abrí la boca para protestar. Estaba paralizada de miedo. Me sacaron a la calle. Escuché un grito, casi un gemido. ¿Qué era ese ruido? Entonces me di cuenta que era mi voz la que estaba escuchando. Yo era la que gemía. Me arrastraron tan bruscamente que perdí el equilibrio. Piedras me cortaron las manos donde intenté detener mi caída. El polvo llenó mis ojos, mi boca, mi nariz. En vez de esperar a que me pusiera de pie, uno de ellos comenzó a arrastrarme por el pelo por ese camino de tierra. Me aferré a su muñeca para tratar de evitar que me lo arrancara. Tambaleando, volví a ponerme de pie. Mientras me arrastraban hacia el templo, tropezando y llorando, seguí escaneando el camino detrás de mí. ¿Dónde estaba él? Seguramente lo vería en cualquier momento, también siendo arrastrado a juicio. Seguí mirando hacia atrás. Él no estaba allí. No había nadie allí. ¿Estaría soportando yo sola esta humillación?
Mi corazón se aceleró salvajemente. Me habían llevado al templo. Pude ver que una multitud ya estaba allí, pero no por mí. Parecían estar en medio de algo, escuchando a alguien, posiblemente a un rabino. Esperaba que me arrastraran por el costado, pero no lo hicieron. Me llevaron directamente a los pies de este rabino y se detuvieron. Mis piernas cedieron. Me desplomé al suelo. La gente se alejó de mí, formando un gran círculo a mi alrededor. Mi cara estaba en el suelo. Mis dedos se adhirieron al suelo, buscando algo, cualquier cosa a la que aferrarme. Sentía el espacio abierto a cada lado como vastas cavernas que me separaban de todos y de todo. Nunca me he sentido tan sola.
Entonces hablaron. “Maestro, esta mujer fue sorprendida en el acto de adulterio. La Ley de Moisés dice que sea apedreada”. Estaba familiarizada con esa ley. Muy familiarizada. Sabía que debía ser apedreada junto al hombre con el que estaba cometiendo adulterio. Él me lo había explicado antes. Por eso habíamos tratado de tener tanto cuidado. Él conocía la ley. Él era experto. Él era fariseo. Y sin embargo, sólo yo estaba aquí, esperando el juicio.
No estoy segura si incluso estaba respirando. Recuerdo el miedo. Recuerdo sentir que mi corazón se me salía del pecho. Recuerdo el sabor de tierra y de lágrimas en mi boca. Recuerdo la desesperación. Pero entonces, boca abajo en la tierra, no vi, pero sentí que alguien se había agachado a mi lado, llenando el espacio junto a mí con su Presencia. Él no me tocó, pero lo sentí allí. Abrí los ojos, aún sin atreverme a levantar la cabeza y vi sus manos, fuertes, firmes y limpias. Él extendió su mano y tocó la tierra. Comenzó a escribir en el polvo. Cuando terminó, sus manos estaban tan sucias como las mías. Cuando leí lo que escribió, todo mi cuerpo comenzó a temblar. Se puso de pie y se dirigió a mis acusadores. Con voz clara dijo: “Está bien, pero que quien nunca haya pecado arroje la primera piedra”. Se quedaron en silencio. Nunca he experimentado tal silencio. Y en ese momento, una vez más, se arrodilló a mi lado. Estaba tan cerca de mí que temí que le golpearan aquellas piedras. Volvió a escribir en la tierra. Los fariseos no vieron lo que Él escribió. No estaban mirando. Pero yo sí. Uno por uno, mis acusadores dejaron caer las piedras que habían juntado con el propósito de juicio. Las piedras que serían mi muerte cayeron de sus manos. Escuché un golpe sordo tras otro hasta que la última piedra había caído al suelo.
Cuando el último de los fariseos se había ido, Él me habló. “¿Dónde están tus acusadores?” Le miré a la cara. “¿Ni siquiera uno de ellos te condenó?” Le respondí: “¡No, Señor!” Él me respondió: “Yo tampoco. Ve, y no peques más”.
Me fui.
Han pasado años desde ese día. Mirando hacia atrás ahora puedo ver lo mucho que no entendía en el momento en que estaba sucediendo. No sabía que los fariseos habían expuesto mi adulterio no por un celo por la justicia, sino por el deseo de atrapar a este rabino, Jesús, a quien odiaban. Pensaron que podían enfrentar a Misericordia contra Justicia. Ellos intentaron obligarle a Él a elegir una u otra. Si les hubiera dicho que siguieran adelante y me apedrearan, su mensaje de arrepentimiento y misericordia se vería socavado a los ojos de la gente. Si me hubiera dejado en libertad, habría estado violando la ley mosaica sobre cómo lidiar con el adulterio. Con cualquier otra persona, esa trampa habría funcionado. Pero los fariseos no entendieron quién era Él. Porque sólo Él podía elegir ambos. Él derramó Misericordia sobre mí. Dios derramó Juicio sobre Él. Yo me iría cambiada, perdonada y libre. Él se iría y sería condenado y crucificado por pecados que no fueron suyos.
Él me salvó ese día. Me salvó en cada sentido en que una persona puede ser salvada. Me salvó la vida y entonces el alma. Yo sí fui y no pequé más. No es que haya vivido una vida perfecta desde entonces, pero he vivido una vida perdonada. Y he aprendido cómo se ve el amor. No se ve como unos pocos momentos ilícitos robados en secreto. Se ve como Uno arrodillado a mi lado, en la tierra, en mi vergüenza, escribiendo palabras que sólo mis ojos verían. Se ve como Uno que se interpone entre mis acusadores y yo y absorbe el castigo por mi pecado, en amor. Ahora sé cómo se ve el amor. Se ve como el lugar donde la Justicia y la Misericordia se encuentran. Se ve como Jesús.
Basado en el relato bíblico en Juan 8.
Traducido del original en inglés en el blog: “Will Not Be Taken”